...comes a great responsibility", balbuceó el moribundo Ben Parker antes del dar el último suspiro. Peter lo sostuvo, impávido, invadido por la angustia: No, Tío Ben. No te vayas. Responde, Tío Ben... Peter se había consagrado como un imbécil olímpico. No sólo había desechado una nutritiva charla con su tío antes de bajar del automóvil, sino que también se sentía indirectamente culpable de la muerte del anciano. Teniendo súper poderes, Peter no había sido capaz de atrapar al asaltante que había salido de la arena de lucha libre a toda velocidad, y que posteriormente estaba por asesinar al bueno del Tío Ben. ¡Pobre Peter Parker! Ese día se daría cuenta de que resulta muy difícil ser un superhéroe. Algo tan difícil como escribir un ensayo decente.
Como yo no tengo súper poderes, escribo ensayos. Creo que es una actividad más peligrosa que combatir al crimen, escalar edificios, sobrevolar una Metrópolis que nada tiene qué ver con Fritz Lang, o seguirle los pasos a una macabra mente privilegiada teñida de payaso. Escribir ensayos es pretender salvar al mundo en camiseta Rimbross de cuello V, lentes Ray-Ban “gota” color carey, y un short de playa (completamente indefenso, pero sin perder el estilo). Es como torear o ser agente secreto: escribir ensayo es hacerse el valiente. Es creer que se tiene algo qué decir, que aquello que se tiene que decir es importante, y sobre todo, que alguien querría o estaría obligado a escucharlo (o leerlo).
Hacer ensayos puede ser sinónimo de lucirse. Hay ensayistas que les gusta ser tratados como vacas sagradas, y casi siempre escriben ensayos para ver cómo gotean las loas sobre su cabeza: Oh, miren, cuánto sabe; miren qué inteligente es; eso jamás se me hubiera ocurrido a mí, qué asombroso; mira nomás, cuánto ha leído este muchacho... Pero lo cierto es que, como decía el Tío Ben Parker, un gran poder trae una gran responsabilidad, y no se puede sólo hacer ensayos para levantarse el autoestima, reafirmar las virtudes propias, o para quedar como el más elocuente del grupo de amigos. No. Hacer ensayos va más allá de un acto onanista (o válgame, masturbatorio). No es sólo vomitar todo el conocimiento vertido por miles de libros, autores y años, divagar laberínticamente alrededor de una geografía, ni irradiar opiniones sin ton ni son. Escribir ensayo va más allá. Implica una responsabilidad social -por corporativo que suene el término-. Llámenme materialista dialéctico, marxista trasnochado o esteta objetivista del siglo pasado (1), pero siempre he recalcado el sentido cívico, histórico y epistemológico del ensayista. Sí: hacer ensayo no es cualquier cosa, sino un deporte extremo. Bien lo expone Julio Coarfán en Las nociones básicas de un ensayo:
El ensayo o exagium, con origen en Grecia, se considera una propuesta original, prospectiva y persuasiva, con linderos de creación. Innova y es generativo. El ensayista no parte de un conocimiento común, establecido (“establishment”), sino de su “palabra de ensayista”, que es una visión analítica y elaborada. Eso distingue al ensayista del común de los ciudadanos. El ensayista es teórico, es hombre de conocimiento extraordinario, es siempre hipotético y considera todos los aspectos posibles… (2).
El ensayista es el ojo crítico de una sociedad que, no a todos agrada, pero sí debe existir. Si es experto, es el que define; marca la pauta en algún tema particular. Es así que Menendez Pidal es el más grande medievalista ibérico, Juan Vernet, el mayor experto en literatura árabe (preislámica y postcoránica), y Miguel León Portilla, el prehispanista, social y académicamente, más reconocido en México (4). Si el ensayista es, más bien, inocente –es decir, si se lanza a tratar un tema que él mismo desconoce- es aquél que reparte las cartas sobre la mesa; es el que da su punto de vista para que los demás asientan o disientan, sin comprometerse a emitir una visión tajante o dilucidadora de los términos. Tal es el caso de ensayistas como Roland Barthes, que en textos como Lo romano en el cine (uno de mis ensayos predilectos de todos los tiempos), realizan más una exploración, un sobrevuelo, que una teorización concisa:
En el Julio César de Mankiewicz, todos los personajes tienen flequillo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo, otros aceitado, todos lo tienen bien peinado y no se admiten los calvos, aunque la Historia romana los haya proporcionado en buen número. Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello y el peluquero, artesano principal del film, supo extraer en todos los casos un último mechón que alcanzó el borde de la frente, de esas frentes romanas cuya exigüidad siempre ha indicado una mezcla específica de derecho, de virtud y de conquista (5).
En sí mismo, su papel es ser un actor clave en el entramado shakesperiano de su propia circunstancia. Como el poeta en tiempos homéricos, el ensayista es un rapsoda: es el portavoz de sus propias ideas ante el aciago de los tiempos; el manifestante de una verdad que sólo poseen los más locos, revolucionarios o sabios. Recordemos que el que calla otorga -y un ensayista es el que jamás se calla-.
El ensayo puede ser un arma de destrucción masiva –hemos antes dicho-. Es persuasivo y pretende legitimar, o demeritar, según sea el caso, un discurso o figura determinados. No se puede sólo juguetear con un ensayo irresponsablemente cuando sus alcances pueden ser cruciales. Ahora bien, que tampoco el abuso del "yo digo y punto" es adecuado. El ensayista que piensa que sólo él tiene la razón cae en la intransigencia, y más que ensayista pasa a ser un profeta hermético. Hay ensayistas que son adoradores del fascio; hitlerianos en su solo estilo. Es mejor estar consciente de qué tan lejos puede llegarse en los linderos del pensamiento social: generar un diálogo. Todo ensayista elocuente es aquél que sabe lo que se trae entre manos y que está consciente de su responsabilidad histórica, pero mostrándose abierto, no obstante sea referencial y académico (un sabio calamar (6)), o bien, sencillo, lúdico y desfachatado (un énfant terrible).
El Duelo: dos ensayistas en una mesa de debate (un sketch)
(Texto preferentemente escrito para representarse con marionetas de mano)
Moderador: Orden. Orden, he dicho. Los he convocado porque distingo a dos grandes tipos de ensayistas (hay cientos de tipos, pero los he convocado a ustedes dos, por eso del costo de los espacios en televisión) para que nos hablen un poco sobre lo que puede ser (o aspirar a ser) un ensayista postmoderno. Tenemos ante nosotros, el sabio calamar y el énfant terrible. Federico Patán –que a veces es un ensayista de un tipo, y que a veces se vuelve del otro, con sus habilidades camaleónicas-, ha hablado de los dos distinguiéndolos así:
Hay ensayistas que son lúdicos, nacidos después de los sesenta, herederos de la Generación de Medio Siglo, y que ponderan más su opinión y visión, que el contenido referencial o el reconocimiento bibliográfico. (…) Los hay, en cambio, poetas, dramaturgos, académicos o narradores que, nacidos de los veinte a los cincuenta, se saben con autoridad para escribir ensayo, tan sólo por lo que saben. (…) Son los que tienen amueblada una habitación de su casa literaria con libros (7).
El sabio calamar: …conmigo, que hasta hay necedad en ponerle orden. Tengo muchos nombres. Pueden llamarme Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Justo Sierra O´Reilly, Louis de Secondatt, Octavio Paz, Salvador Novo, Guiseppe Prestipino, Norberto Bobbio o Giordano Bruno. He existido a lo largo del curso histórico y he fungido en cada tiempo como el más grande de todos en una sociedad: el máximo; el magnífico: el sabio, en una sola palabra. El ensayista es al que hay que acudir en caso de un incendio bibliográfico; es el que almacena todo el conocimiento de su tiempo. Es filólogo, musicólogo, gastrónomo y analista político a la vez, sin siquiera cansarse…
El énfant terrible: …sí, como si fuera un malabarista de circo que maneja tantos bolos y aros flameantes que, al final, todo se le cae en estrépito. Habla de todo y a la vez, habla de nada. Pierde más caracteres en embellecer su prosa que en su punto, y termina siendo aburrido, inabordable, pretenciosísimo…
El sabio calamar: ¡Cállate, pinche chamaco, que no he terminado!... Decía yo que el ensayista debe leer de todo y saber de todo. Corrección: debe ser el que más sabe de todos y el que más lee de todos ¡Qué mejor imagen que el ensayista en su despacho, en ese estudio propio del sabio, en ese room of his own del que hablaba Virginia Woolf, rodeado de innumerables libros, gatos, esquelas periodísticas, y otros objetos coleccionables (regalos de astros del cine de oro mexicano, obras de arte de autor, apuntes por todos lados)! ¡Oh, qué goce encontrar al sabio en ese cubil del saber que, a su muerte, puede convertirse en el “Museo Casa de…” o conformar el “Museo Colección…”. No hay mayor gusto que un programa televisivo de tres horas loándolo, escuchándolo, sabiéndolo el semidiós que vierte su maravilloso esperma, sus opiniones inmaculadas, inmaculables…
El énfant terrible: …y al final, rentables, vendibles al mejor postor (académico, político o editorial). Sí, mi sabio maestro. El ensayista, por años, mejor dicho, durante todo el siglo pasado (y hasta me atrevo a decir que durante el diecinueve) fue un sabio de Estado. Era tan leído, tan publicado y tan elogiado, que acababa siendo el favorito de los discursos hegemónicos para la búsqueda de su legitimidad. Los partidos políticos le pagaban por adelantado y en sobre cerrado para que, en entrevista con el noticiero nocturno, hablara maravillas de candidatos y pestes de otros. ¡¿Cuántos no se vendieron a sí mismos y sus espacios para agradar a los titanes del poder?¡, ¡¿Cuántos no se volvieron mamones, y no por pretenciosos, sino por adoradores de Mammón, el dios filisteo de las ganancias?! ...
El sabio calamar: ...¿Y tú, mancha-pañales, no tienes un costo? Los sabios del pasado se vendieron a las más grandes mafias editoriales y a las empresas transmisoras de contenido cultural, en radio y televisión. Tú te vendes a los Institutos locales de Cultura y las Artes. Te legitimas por medio de bequitas estatales; por medio de encuentros de “jóvenes escritores” y casas editoriales no comerciales, pero sí bien pagadas por los impuestos. Eres tan vividor del erario público como yo. ¿Abres tú, que tanto me criticas, espacios para nuevos escritores que no han ganado becas de Fondos de Creadores?, ¿No eres tú, en tu medio, en tu generación, con los escasos registros de tu circunstancia, una vaca sagrada? (Una vaquita, mejor dicho)...¡No te engañes! Te pareces más a los viejos que a los jovencitos revolucionarios de los años sesenta. Eres más tradicionalista que innovador (y lo más triste es que ni siquiera estás consciente de tu tradicionalismo): vives criticando, reprimiendo, descontento con todo y con todos, y lo que es peor, te crees “terrible” porque el noventa por ciento de tus ensayos le mientan la madre al “Sistema”, y un diez por ciento habla de música, cine y moda jip, ¿jip…jipper?
El énfant terrible: … ¿hipster?...
El sabio calamar: ...sí, eso, como se llame. El caso es que tú también eres, bajo tu supuesta apariencia de “descontento social” y “criticador supremo” –no crítico, jamás un crítico, porque no tienes ni la formación académica para llamarte crítico-, una pose. Eres una caricatura de los sabios del pasado; un sabelotodito. Con tus playeras estampadas y coloridas, tus tenis y tus peinados estrafalarios, como de un culto que adora esta muchacha/muchacho Lady Gaga, eres…
El énfant terrible: …pues tú (porque no mereces ni el "usted") eres un vejestorio; un mueble, más que un crítico. Tus obras completas sirven como recargadera o pie de mesa. Crees que pudiste hablar de todo y, al final, no eres más que una referencia de Wikipedia; te alejaste de la sociedad; te convertiste en “el Rey Viejo”. Te volviste un objeto de museo. Te pasó como a Carranza, como a Porfirio Díaz, como al Borges que entrevistaba Soler Serrano a las doce y media de la noche; como a Enrique Krauze. Eres alguien que todo el mundo refiere (“¡Oh, sí, alabado sean Octavio Paz y todos sus hijos, desde Tomás Segovia hasta Juan García Ponce¡”), pero que nadie ha leído. Eres el libro más empolvado del librero …
El sabio calamar: …pues tú eres un muchachito que habla sin ninguna autoridad y sólo a través del dichoso blog. Crees que conoces de todo cuando, más bien, conoces una escasa referencia de todo. Acabas de llamarme "referencia de Wikipedia"...pues bien, si yo soy una referencia de ese espacio, tú eres el que sólo ha leído ese espacio. Naciste en cuna de oro. No necesitas leer ni siquiera, basta con abrir la computadora y lo tienes todo. Insultas a quien no has leído; criticas sin conocimiento de causa. Además, te debes a los sabios del pasado, porque las becas estatales que presumes llevan el nombre de alguno de los que tanto has criticado. Eres un revolucionario que se vuelve dictador: eres el iniciador de una revolución que, ya arriba, tan pronto manosea tantito poder, se vuelve más cruenta y terrorífica que el Sistema al que pretendía derrocar...
El énfant terrible: ...¡Mira que si de revolucionarios venidos a dictadores habláramos!…Deberías apostillar que tu generación, en los veinte, en los cuarenta, en los sesenta, en los ochenta…todos eran “la revolución”, “la novedad”, “lo último”, “la vanguardia”…Y todos terminaron igual: cazadores de brujas. Todos perdieron de vista que la novedad no existe, que vivimos de la crítica, la nostalgia y la resignificación. Yo siquiera soy un artista del remake, de la sopa referencial de lo viejo y de lo nuevo. Soy postmoderno, íñor. No me debo a ningún membrete, ¡soy libre al fin!, ¡libre para hablar sin partido, sin homologación con causa alguna, sin movimiento y sin manifiesto!...
Moderador: Bueno, ya párenle. Pasemos al slam…Bueno, perdón, Señor Sabio Calamar, al duelo (para que usted entienda). Comenzamos con… Bueno, mejor cito: “hasta ponerle orden ofende”… Señor Sabio Calamar, deléitenos:...
El sabio calamar (parándose sobre un pequeño escenario, alumbrado por un gran halo): Bien. Yo mostraré un buen ensayo. Un notabilísimo ensayo. Un ensayo que es digno de llamarse como tal, y elogiable a los dos párrafos. Un ensayo que reitera que el ensayista es el artífice de su momento, y que obedece al llamado de su camino. Señoras y señores, con ustedes, Ramón Xirau:
La poesía como conocimiento: ¿qué puede haber más distante que ese decir de un poeta –emotivo, exaltado, inspirado- del decir de un filósofo –racional, preciso, exacto-¿ ¿Cómo poder siquiera pensar que el filósofo, hombre sumo de las ideas que se pretenden claras y distintas o, por lo menos, un hombre de conceptos, se pueda asemejar a un poeta, que es hombre de imágenes y ritmos, de cambios flagrantes?
El hecho de que Baumgarten, discípulo de Christian Wolf, y en cierta medida maestro de Kant –porque sí, éste estudió la Metafísica de Baumgarten-, piense, antes del despliegue pleno del romanticismo, que la poesía y la filosofía son hermanas, o de menos, no son dos conocimientos antitéticos, es unificar dos mundos que sí tienen puntos de contacto, porque como dijo Heidegger: “Poetizar es dar nombre original a todas las cosas, el nombre de los dioses. Pero la palabra denominativa no existiría si los mismos dioses en su tiempo no diesen el habla, el articulatoria” (Hölderlin o la esencia de la poesía) (8)…
El énfant terrible (parándose en el mismo escenario): ¡A darle, que es mole de olla! Con todo respeto, comienzo mentándole la madre al Calamardo porque no sabe qué es un ensayo. No ha leído a Montaigne, que hablaba sobre “la manga del muerto”, si se le hinchaban, y sin la capa bibliográfica. Me perdí entre tantas referencias y, la neta, Xirau (Chirau, Jiráu, o como se pronuncie) ya rindió lo que tenía que rendir, como José Emilito o Sergio Pitol (en el que no confiaría, ¡¿quién quiere leer a alguien que parece tener nombre de estimulador de multiorgasmos femeninos?!). Ahora, aclarado el punto, yo vengo con todo, trayendo dos fragmentos de un textazo del Joven Yépez…
Paz no crea conceptos: resume otras fuentes. Quizá cueste aceptarlo: no es original. (…) Quizás indignará a algunos hacer notar el paralelismo entre el pensar paciano y el cantinfleo. En Paz la dicotomía se resuelve en la eufonía; critica códigos con una dialéctica que empareja los opuestos, distendiéndolos. Cantinflas falla al rehacer (repetir) el discurso preexistente, ¡lo revuelve!, lo hace bolas, pedazos, lo vuelve incoherente; Paz logra rearticular los discursos preexistentes, los hace elocuentes, los reimagina, los embellece. Es Cantinflas corregido y estetizado.
(…)
Carlos Fuentes es también deudor de esa retórica, lo mismo que Carlos Monsiváis. Paz dijo de éste que no tenía ideas sino ocurrencias, sin percatarse de que, si bien él tenía ideas, éstas casi nunca le pertenecían (8).
El énfant terrible: …Ruco, dinosaurio, mamerto…
El sabio calamar: …Calostro…
El énfant terrible: …Compa de Elba Esther Gordillo, producto del Sistema…
El sabio calamar: …Lameculos hípertextual…
El énfant terrible: …Rancio…
El sabio calamar: …Nipster…
El énfant terrible: …¡hipster, abuelo, hipster!
(Cierra el telón. Comienzan las risas y los aplausos artificiales).
Mi poética del ensayo…The poetics of Spider-Man
Para abrir un blog de ensayo, me es necesario exponer mi propia línea de devenir ensayístico. Lanzarse al ruedo sin hablar previamente de qué puede esperarse de un espacio como éste, es como entregar una tesis doctoral sin marco teórico, o como tener en las manos un periódico sin manual de estilo. Por ende, no creo en los ensayistas que no tienen una poética del ensayo. Son articulistas, reseñistas, periodistas, mas no ensayistas. Ya se trate de sabios calamares o de énfants terribles, destaco más al ensayista por su carácter de "el que alza la voz", de "el que propone", que por su estilo; el estilo es, al final, consecuencia de los tiempos y de la generación, y más objeto de la formación literaria que de la propuesta. Éste es un criterio del que pueden disentir muchos, pero disfruto por igual a Andrés Bello que a Heriberto Yépez, y si Jaime Torres Bodet, algunos textos de Carlos Monsiváis, y Octavio Paz, no me agradan del todo como ensayistas, no es por su estilo adornado, ni por su aparente lirismo, sino por la oquedad de sus propuestas. Lo he dicho antes y lo reitero como mi poética del ensayo en este espacio: ensayo significa la conjunción de forma y contenido, el sabroso néctar del qué y del cómo. Es un modelo de Louis Hjelsmlev, es decir, forma y sustancia; contenido y expresión.
El que hace ensayos es un potencial líder de opinión (o paria, según sea el discurso hegemónico que lo circunscriba), un educador, un crítico, un filósofo, y a la vez, un buen entertainer. Si falla en alguna de estas categorías, no es digno de considerarse ensayista. El “hipster” que se cree ensayista porque tiene un blog, da lástima. Desconoce muchos temas de los que desea hablar; no sabe lo suficiente, en ocasiones, para abrir la boca (o teclear). El “sabio de antaño”, aferrado a ciertas tradiciones poco propositivas, es igual de ridículo. Cree poder definir en suplementos culturales –a veces escuetamente locales y herméticos- lo que son el arte, la poesía, la estética, sin salir de los ensayos del ya mencionado Paz y de Adolfo Sánchez Vázquez, como sus santos patronos. Mi reto personal en este espacio es no ser ni lo uno, ni lo otro. Es ser propositivo como ensayista sin perder el estilo. Es ser valiente y, a mi manera, rescatar el mundo en peligro. Soy más congruente con la filosofía del Tío Ben Parker que con las vacas sagradas del ensayo, o que con los supuestos “novísimos” ensayistas de mi generación –de cuyo caso excluyo a Heriberto Yépez (texto arriba citado) y a otros casos, que ya trataré a futuro, y más a fondo-.
Mi poética es la de Spider-Man. Me balanceo entre los edificios de las librerías “de viejo”, recolectando argumentos y pensando temas. With a great power comes a great responsibility…I am…an essayist.
Próximamente… “Soy ensayista y soy mexicano” (o carta de declaración de motivos, ÚLTIMA PARTE).
(1) Ver Pristino, Guiseppe, La controversia estética del marxismo, Ediciones TP, México, 1987.
(2) Coarfán, en Suplemento El Grande de Saltillo, 2002.
(3) Recomiendo ver: de Menendez Pidal, El romance americano, de Juan Vernet, su excelente traducción de El Corán y su Literatura árabe, y de Miguel León Portilla, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares.
Opinión pública significa cosas distintas según se contemple como una instancia crítica con relación a la notoriedad normativa pública, ‘representativa’ o manipulativamente divulgada, de personas e instituciones, de bienes de consumo y de programa.
(8) Xirau en, Poesía y conocimiento, 2000.
(9) Yépez, en Delirio de la glosa, 2007.