domingo, 3 de julio de 2011
El buffete de comida china
Un buffete es, indiscutiblemente, el lugar adecuado para descubrir la verdadera naturaleza humana. Cualquiera puede mostrarse apacible, sensato, incluso casto, y convertirse en una bestia babeante y libidinosa si observa un domingo el tradicional "Hoy Buffete. Adultos: 69. Niños: 45. Bebidas incluídas". Si el buffete es de comida china, el desastre se acrecenta. Al no tratarse de un buffette caro (y por lo tanto, exclusivo y silencioso) no hay razón para disimular los apetitos oscuros. Tan pronto los autosirvientes, en ejercicio disciplinado, se acercan a las tarjas vaporosas, las vacían rápidamente, de un jalón, como si cometieran un crimen. Y justamente como si apuñalaran a un cristiano, ven discretamente a todos los ángulos para expiar su conciencia, y aferran cuidadosamente el platón rosado, grabado con motivos ideográficos, a sus antebrazos. A lo mejor no todos los autosirvientes son así. Debe quedar uno que otro que se sirva con decencia aparente y, sin siquiera llenar el plato. Éste, sin embargo, terminará siendo igual que el avorazado en términos cuantitativos, ya que al final de la tarde la técnica del "plato medio vacío" es sólo una artimaña para disimular, al servirse por cuatro o cinco veces.
Yo me considero un autosirviente del primer tipo. Sí: un avorazado. No me importa la transformación Jekyll/Hyde evidente, ni los altos índices de obesidad en el país, ni mi índice de obesidad personal (que es alto también), ni el imaginario colectivo de la gente del restaurante sobre mi persona. Al ver la montaña de arroz, la marea de tallarines, los caldosos y condimentados muñones de costilla, lomo, pierna o res, y las pirámides de bolitas de pollo agridulce confitado en pan, mi propio nombre deja de importarme. Comer se vuelve un imperativo y un asunto a contratiempo, como si se tratara de una carrera o del reto de un programa de concursos.
Hoy asistí al templo. Al religioso y al gastronómico. Me decidí al salir de la iglesia, pasar al buffete de comida china. Existen buffetes chinos que simulan decencia; se posan en mostradores de parquet sobre alfombra, dentro de restaurantes a media luz, con grandes peceras exóticas y gabinetes callados, al más puro estilo neoyorquino. Éste no era el caso. Fui al buffete más barato que se presentó: un comedero de aspecto industrial con pinturas y bordados de la Ciudad Prohibida, pálidos de tanto vaho humano; ruido de meseros asiáticos y adolescentes mexicanas jugando a la mesera, familias con niños parados sobre las sillas, devorando popotes y dejando enfríar sus comidas (porque claro, sólo algunos niños neutralizan el voraz apetito); hombres resentidos, señoras parlanchinas, música de fondo proveniente de la radio. Un paraíso caluroso e inestable, como para ir, comer rápido y salirse tan pronto fuese posible.
Me senté solo. Intenté leer mientras comía, como lo hace uno de los personajes de Peter Greenaway, pero no pude. Era tanta la comida, tanta la gente y tanta la prisa, que me concentré en la dicotomía masticar/tragar. Reflexioné sobre la falsedad de esta gastronomía china, que para ser china es demasiado condimentada, y que no utiliza ingredientes chinos en absoluto. Basta decir que había papas a la francesa entre los guisados y salsa molcajeteada entre los condimentos. Pude continuar pensando en la globalización, en la rarefacción de las identidades nacionales, en si los chinos les importa siquiera lo que le ha pasado a su gastronomía en otros países, o si están muy ocupados pensando en qué le está pasando a todos sus referentes culturales, en casa. Pude continuar pensando pero no lo hice. Tenía que ir al baño, tal vez por la incomodidad del encierro, el gentío y la llenura intestinal incipiente que en mí, se iba forjando. Fui. Lavaba mis manos y rostro. Fue ahí cuando entraron al restaurante los responsables de que quisiera escribir este ensayo.
Era la pareja perfecta. Él atlético y alto, garbado y valiente, sonriente, limpio, y ella, preciosa. De la vestimenta de él no importa mucho ahondar: gorra deshilachada (pero cara), camisa de Lacoste, lentes oscuros, pero ella, ella era algo parecido a una muñeca de porcelana. Lucía un vestido veraniego y corto que dejaba ver piernas torneadas, lubricadas e inigualables. Su cabello estaba tan cuidado que parecía mandado a hacer, y a pesar de que su color no era natural, no lucía pintado. Llegaron sin tomarse la mano, posando para ser admirados, dejando una estela luminosa en el restaurante. Para mí todo se detuvo. Mentiría si me fijaba sólo en ella, porque me fijaba en ambos, en su prefabricación, en su clase, en su porte. Hasta la barba rala del tipo que iba con la muñeca parecía milimétricamente cortada acorde a su barbilla.
Estaba anonadado, pero eso fue sólo unos doce segundos. Luego seguí pensando en Georgina. Porque sí, antes, cuando me servía el plato descomunal, antes incluso de llegar al restaurante, desde en la mañana, sólo podía pensar en ella. La extrañaba. Hoy no la vi en todo el día y, debido a que mis padres salieron de vacaciones, me confiné a pasar el dia solo. Tuve, por ende, que comer solo y pensar en "la fenomenología del autoservido de buffete" para no extrañarla tanto y pensarla unos segundos menos. En fin: la pareja arruinó todo, porque sólo me hizo recordar a Georgina.
Ni Georgina ni yo somos perfectos. No debatiré si ella es bella o no, pero a diferencia de la muchacha del buffete chino, no invierte más de ocho mil pesos en su apariencia personal, ni luce unas piernas que parecieran más mandadas a hacer que selección natural. Ella luce tan natural que no se maquilla, y hasta donde llega mi conocimiento no se tiñe el cabello; no al menos, seguido. De mí, la comparación no valía siquiera con el adonis que entró al restaurante. Vestí yo hoy una camisa de franela, unas botas roídas y el cabello hecho un desastre. La situación no mejora considerando el platón de guisados, arroz y tallarín que estaba engulliendo. Ellos eran hermosos, perfectos, ya lo dije, pero nada más.
En un buffete, todos empiezan a llenar platos y a descargar emociones. Del primer plato al último se puede saber si el niño que gusta de comer fue limitado por la madre neurótica, si el padre que le gustan los camarones hizo un cólico colérico por encontrar sólo cabezas en la tarja, si hay pleito familiar, si el autosirviente es solitario, si alguien extraña a su esposa (como yo), o si los platones rebozantes hacen ver alegre a alguien que desde antes de servirse ya lo estaba.
Los jóvenes lustrosos se sirvieron muy poco. Sirvieron es un decir; ella le sirvió a él, quien tan pronto encontró mesa, se puso a revisar su iPod, ignorándola a ella por completo. Él recibió su plato de mala gana, lo hizo a un lado, y se paró a servirse; posiblemente no le gustaron los guisados que la muñeca había elegido. Tal vez era afán de darle la contraria. Yo qué sé. Lo poco que vi es que él bufaba, veía hacia el piso, se malacomodaba la gorra repetidas veces y no hallaba cómo ignorarla. Ella posaba la mirada sobre un gran ventanal que este restaurante chino tenía. Jugaba con sus uñas brillantes y arregladas, se enredaba el índice en el cabello divino, pasaba las piernas enhiestas y aperladas, de un lado para otro. No pude más que terminar de comer sonriendo a mis adentros, pero compadeciendo este juego de apariencias. Yo amo a mi mujer, no porque luzca perfecta, sino porque lo es. No guarda apariencias. No se ve tentada a fingir; sabe que no lo necesita. Ella es como es y como es, yo la amo.
Terminé el platón de guisados. Ignoré los postres terribles que tenían (gelatina incrustada de pedazos de manzana, un pastel de tres leches que parecía ser pasta italiana, kiwi y plátano bañados en crema con azúcar). Salí del lugar para encontrarme con el día nubarroso.
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