domingo, 9 de septiembre de 2012

Creadores y víctimas: una lectura de Frankenstein



El genio, como el júbilo, se eleva
de la tierra, vestido con las doradas nubes, engañosas,
que cargan en sus ondas, lo yermo de la vida.

-Percy B. Shelley, Prometeo liberado.

     Villa Diodati, Suiza, 1816. Cinco amigos, liderados por Lord Byron, proponen un juego: escribir individualmente una temible historia de fantasmas. Semanas más tarde, Mary W. Shelley, esposa del poeta romántico Percy B. Shelley y parte del grupo, culmina un relato escalofriante [1]. No era precisamente una obra de espectros, pero sí una reflexión profunda e indispensable sobre la línea que separa la vida de la muerte, la naturaleza de la artificialidad, el ingenio de la pasión, o el sacrificio de la repulsión. “Un cuento sobre la creación de la vida sin intervención divina. (…) Una comparación con la Creación original en la que el dios pierde todo control de su creatura” (Asimov, 1992: 13). Considerada pionera de la ciencia-ficción [2], Frankenstein o El moderno Prometeo (1818) es un retrato vil de lo humano con “cualidades míticas y significados intangibles” (Burdiel, 2000: 17). Su legado filosófico, reinterpretado en el cine por el británico James Whale, en 1931, explicita lo indisociable del dolor y del genio; la correspondencia que hay entre dioses y monstruos.  

Frankenstein o El final de la inocencia: la ciencia como una madurez perniciosa

      En el siglo XVIII, la invención supuso el fin de la sumisión. La Revolución Francesa (1789) y el siglo de las luces, proponían que el conocimiento era una vía para la emancipación. El hombre se volvía el controlador del universo, y la madurez, cualidad última del ser ilustrado, era producto del pensamiento especulativo: indagar, cuestionar, descubrir y crear. Todo esto era un engaño absoluto, según los románticos del XIX. La inteligencia se volvió hastío y compulsión; soledad flamígera. Lo sublime murió a manos de la gaya ciencia y el ideal romántico, desde sus rudimentos alemanes, esperaba la recomposición de la pasión como verdadera independencia. Si Frankenstein (1818) es una crítica a la modernidad, es porque ésta supone un ideal efímero, que trae consigo el final de la inocencia para los hombres y los pueblos [3]. En la novela, la capacidad intuitiva, la inventiva en la tecnología y el método científico, confrontan al individuo con la adquisición de responsabilidades. De ahí la relación, desde el título, con el mito prometeico [4]: el saber, o más bien, el poder saber, supone el encuentro con una libertad perniciosa; lo insulso de los sencillos los hace felices, pero el descubrir el funcionamiento del mundo nubla la mente con preguntas y pone fin a la paz de ignorarlo todo: “(…) lo peligroso de adquirir conocimientos es rebasar la propia naturaleza” (Shelley, 1818, ed. 2000: 164). Víctor es un “aprendiz de Dios” imperfecto [5]; pretende volverse creador e independiente, generando una raza que le deba la vida, pero al descubrir su incapacidad para controlar a su invención, vive huyendo de sus errores [6]. Si bien se muestra feliz en los días de su juventud, en Ginebra, cuando la alquimia y la medicina antigua son su único acercamiento al conocimiento, la ambición intelectual termina por devorarlo. El tránsito del niño al adulto se equipara con la formación universitaria, las lecturas avanzadas y la experimentación. Su descubrimiento, culminación de los sueños de la Ilustración, termina por rebasarlo. Comienza la angustia: enfrentar y reparar los daños que sus propias decisiones le han traído. Y con el monstruo sucede algo similar. En origen, es un ser ignorante, pero conforme madura, aprende a comunicarse y a leer, debe formarse una identidad, descubrir su entorno, cuestionar su propio sentido, y así, perder la inocencia. Como Adán al probar del árbol del conocimiento, o como Satán, el monstruo experimenta el rechazo, la pérdida del Paraíso, al saber quién es [7]; se vuelve un inadaptado, exiliado de los hombres y temible. Culpa de su fealdad y soledad a su padre; al interrogar su existencia, se asume producto de un capricho.
     El director de la versión fílmica de la novela, James Whale, según Condon (1998), también implica esta madurez perniciosa. El descubrimiento de sí mismo, de su aptitud artística, y el asumir una identidad homosexual, lo confrontan con su padre. Como el monstruo de la ficción, se sabe vacío y solitario, marcado por su unicidad, dada por la identidad sexual y por el talento. La ciencia  es para Víctor, lo que el cine para Whale. Le permite ser creador, cambiar las reglas y alcanzar un sueño –el mito de Hollywood y la fama son aquí, lo que el mito de la Ilustración en Frankenstein–. No obstante, se trata de un ideal pasajero e ingrato que lo sume en el olvido.  
La víctima y el verdugo: Frankenstein y la vida de James Whale como doppelgänger
 
    En literatura, el doppelgänger es el “doble andante”. Son historias donde dos seres, némesis, se persiguen y enfrentan (Rebeca, 2007) [8]. Lo curioso, es que se trata de un fenómeno borgiano. El enfrentamiento no es más que un espejo; hay una bifurcación: los dos enemigos son uno mismo. Así pasa en Frankenstein. Pareciera que Víctor es un verdugo al crear al monstruo desprovisto de belleza y repulsivo, y que la víctima es el “demonio”, condenado a no poseer, ni siquiera, el amor de una compañera. Sin embargo, ¿no se torna Víctor una víctima, cuando el monstruo toma venganza? El asesinato de su familia y la condena de perseguir a la criatura hasta el fin del mundo, suponen un cambio de papeles. Víctor se vuelve el perseguido, y hacia el final de la novela retomará su papel de verdugo, al buscar al monstruo para poner fin a su comportamiento aberrante. Esto sucede también en el filme de Condon (1998) Dioses y monstruos. Whale parece usar el cine y la pintura como catarsis; es la forma de huir de las memorias tortuosas: su padre, la guerra y la pérdida del primer amante. ¿Qué es James Whale, verdugo o víctima? Juega dos papeles: es víctima de la soledad, de la ingratitud de Hollywood, del pasado y del deseo, y por otra parte, fue poderoso, caprichoso, orgiástico y mecenas, en la juventud. El doppelgänger en esta historia toma lugar con Boone, el jardinero de Whale. Éste, pasa de ser el poderoso objeto de deseo (verdugo), a inmolarse (víctima); busca continuamente al retirado director, pero no como un amante, sino como amigo fiel, aprendiz o hijo sustituto. Como Víctor y el monstruo, Whale y Boone se interrelacionan; se corresponden.

Frankenstein en cine y en papel: dos monstruos en pugna

    Si bien se le atribuye a la novela de Shelley todo el potencial filosófico del “aprendiz de Dios”, es el filme de 1931 el responsable del papel que tiene Frankenstein en el imaginario colectivo. La criatura es, en la novela, más orgánica que mecánica: “su piel amarillenta, apenas oculta el entramado de venas y arterias” (Shelley, 1818, ed. 2000: 169) [9], y estéticamente, se vincula con la muerte-viviente, como una especie de zombie: “abría y cerraba sus ojos amarillentos y apagados, y con movimientos compulsivos sacudía el cuerpo” (Shelley, 1818, ed. 2000: 169). No obstante, posee la facultad del habla, del pensamiento elaborado: “hace todo por sí mismo, cuestiona, amenaza y huye; (…). Mary Shelley deja hablar al monstruo. La criatura habla como un verdadero romántico, hasta mejor que Víctor Frankenstein” (Burdiel, 2000:81) [10]. El “demonio” lee, cuestiona su realidad y hasta extorsiona a Víctor en la búsqueda de una amada. En el filme, se le retira la fluidez y la gnosis. El monstruo es más mecánico que dinámico; posee tornillos que lo mantienen vivo y una cabeza plana para depositar en ella el cerebro. Es

(…) un sujeto pasivo, que ronda las calles y gruñe, y no una imitación de hombre [como en la novela], que busca la emancipación. En el cine, (…) se percibe como un gigante, más poderoso por la fuerza física que por el intelecto, torpe, incapaz de dirigir sus fuerzas y decidir. Sobre todo, iletrado y mudo (Burdiel, 2000: 81).

En la película de Whale, el monstruo es más tierno que maquiavélico: “una mezcla de poesía y de horror que halla tonos melodramáticos, más que horrorizantes” (Gómez Rivero, 2006: 138). Hay una resignificación: mientras que para Shelley, el monstruo es un desarraigado que asesina como venganza, planeando cada paso, en el filme, es más parecido a un niño inocente, esclavo de la torpeza. Se explica su ira por un asunto constitutivo –su cerebro perteneció a un asesino [11] –, y no por una decisión consciente, deliberada, de matar. El terror es causado, en la novela, por la profundidad de la premisa: la criatura que traiciona al creador. En el filme, el horror proviene de la puesta en escena: una bestia gigante que se rodea de sombras, de filiación estética expresionista. El monstruo literario remite al romanticismo puro. Es producto de una sociedad que se manifiesta contra las vicisitudes de la Ilustración, que cuestiona la modernidad como último fin de lo humano. El filme, por su parte, es una gala de sets y de efectos especiales: el nacimiento de Hollywood como meca de la imaginación. Aunque, en la “humanización” del monstruo –recuérdese la emotiva secuencia del encuentro con una niña–, hay un intento de recuperar el sentimiento sobre la máquina; hay una crítica a la mecanización del siglo XX y a la desconsideración del mundo alienado (Gómez Rivero, 2006). En ambos casos, hay similitudes: el monstruo como un inadaptado, la búsqueda de hallar y entender el origen, y la ira del no pertenecer.

Frankenstein y la exploración de lo artificial

    En toda su construcción, la novela de Shelley explora el tema de lo orgánico en contra de lo artificial, aunque existe una ironía palpitante: lo natural a veces parece artificiarse, y lo innatural, termina por poseer características de la naturaleza. Víctor, como representación de la naturaleza, de lo humano, comienza a deshumanizarse al adquirir conocimientos científicos. Se olvida de su familia, de su amada Elizabeth y de la provincia de la cual proviene. Como el mito mismo de la Ilustración, promueve lo comprobable y medible, la realidad científica, y se retira del sentimiento o de la solidaridad con su misma especie. Antepone el ideal de “crear” un nuevo ser, al de prestarle atención a sus seres queridos. El monstruo, en cambio, que representa el artificio, lo creado, busca humanizarse: aprende, admira la belleza de aquellos que le rodean, y cuestiona a su creador como también lo hace el ateísmo humano. No obstante, lo artificial y lo natural jamás lograrán equipararse. Si el monstruo resulta grotesco, inadaptado y terrorífico, es porque no es humano, sino una burda imitación de lo humano. No puede ser visto como un ente natural, sino como un experimento: “representa, un ente racional e ilustrado, un elogio de la humanidad, pero dista de ella, es monstruoso y fragmentario” (Burdiel, 2000: 95). La novela implica el debate de la pasión contra la razón; la primera, humana, la segunda, artificio ilustrado. El monstruo es, además, todo arte, pero no entendido como el ars, como la poiesis, creación que emana del espíritu, sino como una tecné, creación intelectual, mecanicista. No sirve como un elogio de la sensibilidad humana, sino como el producto de una ciencia que deshumaniza, que busca la creación como ambición, y no como producto del apetito sensible.

El Frankenstein de James Whale: el cine como un monstruo

     Finalmente, sólo queda la reflexión del poder del celuloide como revolución científica (y de dimensiones políticas), capaz de cambiar los paradigmas pre-existentes, el modo de concebir y contar una historia, y la imaginería social. James Whale logró, a través de su Frankenstein, reconfigurar las preocupaciones de su tiempo. La película no es, solamente, el origen del blockbuster de terror, que se ve reflejado en los sucesivos Drácula expresionistas, sino también la consolidación de la “ciencia-ficción” como género. Hay una preocupación por los grandes tópicos de esta clasificación cinematográfica: el creador que se ve superado por su creación, la máquina (o bien, la nueva carne, el artificio) como amenaza de lo humano, y asimismo, la sociedad alienada, amante de la máquina, que sucumbe ante el ideal de la Ilustración para generar revoluciones industriales, progresivas, pero descorazonadas. La película Frankenstein es el monstruo de Whale. Supone la conformación de un mito que lo rebasa y que se inscribe dentro de la cultura popular como un referente obligado de Occidente: el monstruo que, con dos tornillos en el cuello y manos enormes, amenaza un pueblo entero buscando la aceptación de su padre. Curiosamente, James Whale termina como el propio Doctor Frankenstein: incomprendido, solo, y aborreciendo su creación. En el filme de Condon (1998) Dioses y monstruos, hay una idea recursiva: el arrepentimiento. La tristeza de haber creado un nuevo mito que aleja al hombre de lo humano y lo inscribe en lo divino, volviéndolo un dios imperfecto.

Notas:
[1] Los amigos presentes en Villa Diodati eran: el ya mencionado Byron, Percy B. Shelley, Claire, hermanastra de Mary, John William Polidori, médico de Byron, y Mary. Dice la propia Mary W. Shelley (1831, ed. 2000) sobre su relato:

Yo me urgía a mí misma a pensar una historia –una historia que pudiese rivalizar con las que nos habían llevado a aquella empresa. Una historia que hablase de los misteriosos temores de nuestra naturaleza, y que despertase el más intenso de los terrores –. Una historia que hiciese temer al lector con tan sólo mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerara los latidos del corazón. Si no conseguía todas estas cosas, mi historia de espanto no sería digna de ser llamada de esta manera (350).

[2] La forma en la que Shelley acepta la propuesta de Byron en Villa Diodati, según Asimov (1992), “rebasa el insípido cuento de fantasmas para inscribirse en una historia fantasmagórica que se construye sobre las bases que podía sugerir la <<ciencia moderna>> [de su época]. (…) Plantea, entonces, (…) para algunos críticos, la primera obra de ciencia ficción” (12-13).

[3] Sobre cómo la Ilustración y la modernidad suponen un final de la inocencia, dice Adorno (ed. 2003): “La razón, el dominio y el poder, los ideales de la Ilustración, trajeron el descubrimiento de la angustia. (…) Los principios filosóficos y científicos, (…) alcanzando una validez que se suponía universal, rompieron con una tranquilidad pueril” (36-40).

[4] Asimov (1992) observa la intertextualidad que supone El Moderno Prometeo:

El título es significativo. En los mitos griegos no son los dioses olímpicos quienes crean a los humanos, sino Prometeo (“el Previsor”, una personificación de la inteligencia), un titán perteneciente a una generación de dioses más antiguos. Prometeo no sólo modelaba en barro a los seres humanos, como hace Dios en el libro del Génesis (…), sino  que introdujo en la humanidad el fuego del Sol, inaugurando de ese modo, la tecnología (13).  

[6] Tomo el tema del “aprendiz de Dios” directamente de Asimov (1992) que establece que en un relato de Goethe y en una sonata de Dukás, El aprendiz de brujo, hay un joven brujo que quiere poner a prueba sus poderes, hasta que fracasa y lleva al entorno a la destrucción. Frankenstein, en esta línea, sería un “dios improvisado”, que desea imitar a Dios, sin buenos resultados: “muy bien pudiera ocurrir el que la humanidad estuviera jugando el papel de aprendiz de Dios” (Asimov, 1992: 9).

[6] Dice el Doctor Frankenstein en la novela:

Los científicos actuales (…) saben del firmamento, conocen de cómo circula la sangre, y hasta la naturaleza del aire que respiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados poderes. Pueden dominar al trueno e imitar terremotos, e incluso parodiar el mundo visible e invisible en su propia sombra. (…) El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, suele revertir a la larga, en sólidas ventajas para la humanidad (Shelley, 1818, ed. 2000: 160).

Y más tarde, menciona:

La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo sería el primero en romper, con el fin de desparramar un torrente de luz sobre nuestro desdichado y tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como su creador, muchos seres maravillosos y felices me deberían su existencia (Shelley, 1818, ed. 2000: 164).

[7] El momento en el que el monstruo pierde la inocencia está relacionado con la lectura de tres textos, Las desventuras del joven Werther, de Goethe, Las vidas paralelas, de Plutarco y El Paraíso Perdido, de Milton. Es éste último el que más lo marca, pues de ahí viene su paralelismo con Adán y Satán:

¡Odioso creador! ¡Maldito sea el día en que, como Adán, yo recibí la vida! ¿Por qué crearías a un ser horripilante, del que incluso tú parecerías asqueado? Dios, en su misericordia, creó a su hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero tú, mira: mi aspecto es una triste y abominable imitación del tuyo, que se vuelve más degradante por esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo, profundamente solo y todos me desprecian (Shelley, 1818, ed. 2000: 248).

[8] Doppelgänger viene del alemán “doble” (doppel) “andante” (gänger). Fue usado como término literario en 1796 por primera vez, como título de una novela del francés Jean Paul. También se le llama “bilocación” o “gemelo malvado”.

[9] Y la descripción del monstruo, continúa:

tenía el pelo negro, muy largo y lustroso, y los dientes, blanquísimos, pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, los finos labios negruzcos (Shelley, 1818, ed. 2000: 169).

[10] Burdiel (2000) describe al monstruo, de esta forma:
Mary Shelley creó un monstruo que es un híbrido de formas y de contenidos procedentes de dos tradiciones. La fealdad monstruosa y dañina de los productos de la revolución como tal, y como la veía la tradición conservadora, y el monstruo como un producto de la injusticia, como lo definían los liberales. El resultado de este híbrido es un tercer monstruo, que se diferenciaba de los dos anteriores porque, por primera vez, a pesar de su horripilante aspecto, tiene la capacidad de hablar, pensar y definirse a sí mismo (81).

[11] Sobre este interesante aspecto, dice Asimov (1992): “en la película hay un detalle burdo, inútil; se le coloca al monstruo un cerebro humano, el de un asesino. Este asunto no lo tiene el libro, y el que sea el monstruo el que decida, será fundamental para toda la trama” (13).

Bibliografía:
Adorno, T.W. (1999) Dialéctica de la Ilustración. Akal: Madrid.
Asimov, I. (1992) Frankenstein Insólito. Ediciones Marina: México.
Burdiel, I. (2000) Frankenstein, o la identidad monstruosa, Cátedra: Madrid.
Shelley, M.W. (2000) Frankenstein o El moderno Prometeo. Cátedra: Madrid.
Gómez-Rivero (2000) Drácula versus Frankenstein: dos mitos en el cine. Ediciones Jaguar: México.

lunes, 23 de julio de 2012

Elizondo, el joven


    Leí Elsinore: un cuaderno (1987) por primera vez cuando tenía dieciocho. Era el año 2006 y Salvador Elizondo agonizaba, víctima de un cáncer. Gracias a una nota, creo que intitulada La muerte del matemático (debo revisar mi archivo, pero apareció en Letras Libres), fue que conocí a Elizondo, y de paso, a toda la generación de medio siglo (Luisa Josefina Hernández, Amparo Dávila, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo). Fue pocos meses después de leer El Hipogeo Secreto (1968) en la edición de Joaquín Mortiz, y un año y medio antes de que el Dr. Eduardo Becerra me obsequiara un ejemplar de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), editado por Cátedra, con introducción crítica y notas de su autoría. Mi primera aproximación a Elizondo no fue grata; me resultó más parco, aburrido e intrascendente que los autores acelerados y estridentes que frecuentaba durante la preparatoria. Sin embargo, era distinto a cualquier mexicano que hubiera leído antes: Elsinore no parecía haber sido escrita, ni inventada, en México. Aludía a un imaginario estadounidense, desplegado en la década de los cuarenta: salchichas calientes, banderas enhiestas, roji-azules, marquesinas de shows vaudeville con desnudistas; niños enfundados en trajes militares. Nada de eso era próximo a, ni propio de, mi idiosincrasia ni circunstancia. Aun así, Elizondo logró atraparme y sacarme algunas sonrisas.

     Recientemente releí Elsinore: un cuaderno por dos razones. El rema de Elsinore, según apenas descubrí, viene de Hamlet, pues Elsinore es el castillo real de Dinamarca. Leyendo con mis alumnas de Literatura Clásica la historia del príncipe shakesperiano, me decidí encontrar paralelos entre la narrativa de Elizondo y la obra de teatro. Eso sería motivo de otro ensayo. Por otra parte, la relectura fungió como la celebración de que Daniel Orizaga Doguim haya publicado el colectivo de ensayos Cámara Nocturna, sobre la obra de Salvador Elizondo; volumen cuyo primer texto, Confesiones de otra máscara, hable del Elizondo más joven, y no como escritor sino como “personaje”: el niño de la autobiografía, los cuentos, los diarios y Elsinore.

    Sal, el protagonista, es muy parecido a cualquier niño cuya infancia está escurriéndosele de las manos. Al llegar a los diez años, el niño deja de ser niño para ser otra cosa: un pequeño deforme que desea crecer sin haber delineado siquiera, una identidad. La definición de la hombría lleva a cualquier infante a la estupidez y a la confusión: el primer pleito, la incursión a la pornografía soft o las travesuras escolares. Las mujeres se dejan ver como tesoros antes no conocidos; se consolidan las amistades y se cuestionan los paradigmas. Entre el niño y el adolescente hay un umbral muy breve que se desconoce; es en ese espasmo, hoy denominado pre-adolescencia, olvidado por la vida y por la literatura, donde se ubica Elsinore. La llegada a la escuela militar, el cambio de país y la adaptación a otro terreno, se encuentran con la definición del yo y con la que fuera, tal vez, la primera anécdota de niñez digna de contar. Elsinore es la intrascendencia, el día común que se inmortaliza, cristalizado por la nostalgia del recuerdo. No es casualidad que el epígrafe de Ernst Jünger elegido por Elizondo diga: “Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia[1]”. Tampoco es espontáneo el inicio de la novela, donde se remite a un umbral parecido al      que separa niño y adolescente; al espacio que existe entre la vigilia y el sueño, entre la memoria y el olvido: “Estoy soñando que escribo este relato. Las imágenes se suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso[2]”.

     La historia de Sal es la de cualquier héroe, salvo por dos diferencias: él no triunfa (al menos, gloriosamente), y todas sus empresas transcurren en un solo día. El Odiseo minúsculo que recorre el argumento, al igual que todos los héroes, desafía las leyes impuestas. No debe fumar ni beber. No debe salir del campamento Elsinore, Escuela Naval y de Aviación. No debería juntarse con vagos como Fred, que anhelan la libertad. Tampoco, enamorarse de Mrs. Simpson, su maestra, ni convivir con El Yuca y Diosdado, los truculentos conserjes mexicanos. Pero se salta las reglas y tiene algo qué contar; la anécdota se construye a partir del desafío, de la subversión ante el conservadurismo. El resultado, para muchos, es algo soso. Carlitos, el protagonista de Las batallas en el desierto (1981), de José Emilio Pacheco, se atreve a confesar el amor que siente por Mariana, la madre de su mejor amigo; Sal, en cambio, queda en el platonismo y en la indecencia de la fantasía. Sus aventuras no son nada ponderables. Los personajes de José Agustín tenían mejores anécdotas: el escape a Acapulco, el manoseo de las chicas, el suicidio epítome[3], el cigarrillo que develaba la frase “detrás de la roca está el mundo en que yo vivo”[4]. Ni qué decir de los personajes de García Saldaña: pandilleros, casanovas, motociclistas y vándalos[5]. Sal no escapa de país; ni siquiera de zona. Ya con haber salido de Elsinore Lake siente un aire de poder; el pobre jamás conoció la historia de León, el niño de Un hilito de sangre (1995), novela de Eusebio Ruvalcaba en la que el protagonista, de doce años, se introduce en burdeles, presencia un asesinato, y viaja del Distrito Federal hasta Guadalajara por el amor de su corta vida. Sal no es el niño arrojado, buscapleitos ni apabullante. No es el Menelao de Gazapo (1966), de Gustavo Sainz, que pelea con la madrastra y con el padre, y roba el auto de ambos un fin de semana. De todas las novelas mexicanas que he leído, en donde el protagonista es un pre-adolescente o púber precoz (William Pescador, de Christopher Domínguez Michael, o las novelas de Xavier Velasco, como Éste que ves), o de los infantes terribles de las letras universales (el huérfano Pip de Grandes Esperanzas, Oliver Twist, Tom Sawyer, Julien Sorel de Rojo y Negro, Holden Caufield de The catcher in the rye, Óscar Wuao de la homónima novela de Jeunot Díaz, Pánic Órfila, de Kiko Amat), Sal es el niño más apagado y sobrio. Es ahí donde reside su importancia: es el don nadie convertido en héroe o el perdedor que, por una noche, puede romper las reglas. Al día siguiente todo volverá a la normalidad, pero desde el anonimato, él dará cuentas de su heroísmo.

    Sal tiene, en mi lectura, paralelismo con dos niños retraídos de las letras universales: el Marcel de Por el camino de Swann, primera parte de En busca del tiempo perdido, la saga de Proust, y Stephen Dedalus, protagonista de la novela de Joyce, El retrato del artista adolescente. En Elsinore no hay más afán que el de rememorar la niñez, sin pretender la reconstrucción interpretativa, la evaluación de los actos, ni la comparación pasado-presente. El Lazarillo de Tormes medieval o el Periquillo Sarniento de Lizardi, pretendían la superposición de “ayer y hoy”. Empiezan con discursos como “tengo por bien que cosas antes no señaladas, y por ventura, nunca oídas ni vistas, lleguen a todo el mundo[6]”, o “doy fe y razón de patria, padres y demás ocurrencias de mi infancia[7]”. La novela de Elizondo no exalta más discurso que la sucesión de los hechos: la huida nocturna, el primer amor, el rumor de un asesinato y el otoño en los Estados Unidos. No hay exaltación y el único asomo de nostalgia (y de olvido), está al inicio y al final de la novela: “no hay evocación del pasado ni de su grandeza, ni un retorno significativo, sino sólo el afán de referir una historia que sólo halla sentido mediante la escritura[8]”. Como su nombre lo indica es sólo un cuaderno; un ejercicio escritural donde se invita al pasado para que no se marche. Y esto, hablando con conocimiento de causa, se puede ver al superponer Elsinore con tres textos más de Elizondo: Autobiografía precoz, que no he leído, el ensayito Invocación y evocación de la infancia, y el cuento Ein Heldenleben. Invocación y evocación de la infancia no me deja mentir. Para Elizondo, la niñez inocente y más temprana está en Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicís, y en la novela Cero en conducta, de Jean Vigo; no obstante, los dos arquetipos de la niñez que acaba, de la pre-adolescencia, son Proust y Joyce, dos complementarios y a la vez, opuestos:

¡Qué fácil sería la vida si en el proferimiento de esos dos nombres, que en cierto modo abarcan los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar la clave mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo de misterios, que es la infancia! (…)¡Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a primera vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una antítesis; las que parecía ser líneas paralelas en la historia de la literatura no significaban sino un match de boxeo, del espíritu.[9]”.

   De Proust, Elizondo toma la remembranza, el estilo circular; ahondar en temas recurrentes. Lo que para Proust eran, la madalena, el amor edípico y la casa francesa, en Elsinore son, el amigo, la maestra y la escuela (o la noche fuera de ella). De la novela de Joyce Elizondo lo roba casi todo: el entorno represor es, para Dedalus, la educación religiosa y jesuita, y para Sal, la milicia. Ambos personajes incurren en el deseo sexual; uno, con una chica en la playa, el otro, con Mrs. Simpson. En ambos casos se trata de jóvenes desconocidos e introvertidos. Pero de Joyce, Elizondo no sólo toma contenido, sino también forma. Es una novelita polifónica, exigente, bilingüe. Como El retrato del artista adolescente, no se trata de una diégesis que se rompa en conversaciones dialógicas ni en descripciones, sino de un “todo junto”; un “de corrido” donde conviven las voces, los sonidos, las topografías y las descripciones.

    Elsinore y el cuento Ein Heldenleben son dos caras de una misma moneda. En la novela, Salvador es un niño perdido en los Estados Unidos, oprimido y rebelde, que a escondidas goza de las mieles del capitalismo: sus vicios, sus mujeres y sus lugares. En el cuento, Salvador es “el niño educado en la Alemania nazi que, según cuentan, saludaba de taconazo y de mano en alto, (…) personaje mítico que surge en múltiples conversaciones[10]”. Dos niños de formación opuesta, la del norte y la del este, que coinciden en su mutismo ante la rabia de las circunstancias: el castigo del Coronel o el asesinato del Yuca, en un caso, y la golpiza del ruso Sergio Kirof, en el otro. Dice Martínez Losada, sobre el cuento:

El título de “Ein Heldenleben” es, a la vez, irónico e intertextual. Irónico, si sólo consideramos su traducción literal, “Una vida de héroe”. ¿Quién es el héroe en este relato? ¿El Ruso, que soporta de manera estoica (o impotente) los golpes, la humillación y la probable expulsión? ¿El profesor Krüger, tenaz en su lealtad al Fuhrer que, junto con Lázaro Cárdenas, lo mira desde su retrato fijo en la pared del aula? ¿El narrador, que mira impasible como si todo lo registrara una cámara cinematográfica? Ninguna de las tres opciones convincente a menos de que renunciemos de tomar el término héroe en su sentido más clásico: la única mención de lo heroico se mantiene en el epíteto de la Cabalgata de las valquirias que tocan los altoparlantes al momento de la golpiza[11].

Y señala, sobre la novela:

En Elsinore la manipulación del recuerdo se asoma, primero, de manera sutil, justo mediante la insistencia en el olvido. Al principio, mediante un “se vislumbra, y no sé si recuerdo bien, un tramo del Golden Gate”, pero más tarde todo es un tiempo intermedio entre olvido y pasado, entre pasado y presente, donde la ignorancia permite la fusión con los tiempos del sueño: “No recuerdo su nombre [el de la maestra de mecanografía], porque a mí todavía no me tocaba typing”[12].

   Territorio intermedio entre niñez y adolescencia, entre el acordarse y el soñar, Elsinore es la cotidianeidad y aparente intrascendencia, que toma como pretexto la memoria para exponer la anécdota. Es el debate sobre la función de la escritura, cuando la representación deja de ser posible: “un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y el cuaderno[13]”.


[1] Cit. en Elizondo, S. (2006) Elsinore: un cuaderno. SEP-Cámara Nacional de Libreros. México. P. 23.
[2] Op. Cit., P. 25.
[3] Agustín, J. (1999) La tumba. Editorial De Bolsillo. México.
[4] Agustín, J. (1997) De perfil. Ediciones De Bolsillo. México.
[5] García Saldaña, P. (1968) El rey criollo y otros cuentos. FCE. México.
[6] Lazarillo de Tormes (1979) Ed. Cátedra. Madrid. P. 91.
[7] Lizardi, J.F. (1990) Periquillo Sarniento. Porrúa. México. P. 17.
[8] García Galiano, J. (2006) “Introducción”. En: Elizondo, Op. Cit. P. 19.
[9] Elizondo, S. Invocación y evocación de la infancia. En: http://www.loscuentos.net/forum/4/11891/
[10] García Galiano, J. Op. Cit. P. 14.
[11] Martínez Lozada, P. “Confesiones de otra máscara”. En Cámara nocturna: Ensayos sobre Salvador Elizondo. Tierra Adentro. México. P. 23.
[12] Op. Cit. P. 30.
[13] Elizondo. Op. Cit. P. 116.