domingo, 9 de septiembre de 2012

Creadores y víctimas: una lectura de Frankenstein



El genio, como el júbilo, se eleva
de la tierra, vestido con las doradas nubes, engañosas,
que cargan en sus ondas, lo yermo de la vida.

-Percy B. Shelley, Prometeo liberado.

     Villa Diodati, Suiza, 1816. Cinco amigos, liderados por Lord Byron, proponen un juego: escribir individualmente una temible historia de fantasmas. Semanas más tarde, Mary W. Shelley, esposa del poeta romántico Percy B. Shelley y parte del grupo, culmina un relato escalofriante [1]. No era precisamente una obra de espectros, pero sí una reflexión profunda e indispensable sobre la línea que separa la vida de la muerte, la naturaleza de la artificialidad, el ingenio de la pasión, o el sacrificio de la repulsión. “Un cuento sobre la creación de la vida sin intervención divina. (…) Una comparación con la Creación original en la que el dios pierde todo control de su creatura” (Asimov, 1992: 13). Considerada pionera de la ciencia-ficción [2], Frankenstein o El moderno Prometeo (1818) es un retrato vil de lo humano con “cualidades míticas y significados intangibles” (Burdiel, 2000: 17). Su legado filosófico, reinterpretado en el cine por el británico James Whale, en 1931, explicita lo indisociable del dolor y del genio; la correspondencia que hay entre dioses y monstruos.  

Frankenstein o El final de la inocencia: la ciencia como una madurez perniciosa

      En el siglo XVIII, la invención supuso el fin de la sumisión. La Revolución Francesa (1789) y el siglo de las luces, proponían que el conocimiento era una vía para la emancipación. El hombre se volvía el controlador del universo, y la madurez, cualidad última del ser ilustrado, era producto del pensamiento especulativo: indagar, cuestionar, descubrir y crear. Todo esto era un engaño absoluto, según los románticos del XIX. La inteligencia se volvió hastío y compulsión; soledad flamígera. Lo sublime murió a manos de la gaya ciencia y el ideal romántico, desde sus rudimentos alemanes, esperaba la recomposición de la pasión como verdadera independencia. Si Frankenstein (1818) es una crítica a la modernidad, es porque ésta supone un ideal efímero, que trae consigo el final de la inocencia para los hombres y los pueblos [3]. En la novela, la capacidad intuitiva, la inventiva en la tecnología y el método científico, confrontan al individuo con la adquisición de responsabilidades. De ahí la relación, desde el título, con el mito prometeico [4]: el saber, o más bien, el poder saber, supone el encuentro con una libertad perniciosa; lo insulso de los sencillos los hace felices, pero el descubrir el funcionamiento del mundo nubla la mente con preguntas y pone fin a la paz de ignorarlo todo: “(…) lo peligroso de adquirir conocimientos es rebasar la propia naturaleza” (Shelley, 1818, ed. 2000: 164). Víctor es un “aprendiz de Dios” imperfecto [5]; pretende volverse creador e independiente, generando una raza que le deba la vida, pero al descubrir su incapacidad para controlar a su invención, vive huyendo de sus errores [6]. Si bien se muestra feliz en los días de su juventud, en Ginebra, cuando la alquimia y la medicina antigua son su único acercamiento al conocimiento, la ambición intelectual termina por devorarlo. El tránsito del niño al adulto se equipara con la formación universitaria, las lecturas avanzadas y la experimentación. Su descubrimiento, culminación de los sueños de la Ilustración, termina por rebasarlo. Comienza la angustia: enfrentar y reparar los daños que sus propias decisiones le han traído. Y con el monstruo sucede algo similar. En origen, es un ser ignorante, pero conforme madura, aprende a comunicarse y a leer, debe formarse una identidad, descubrir su entorno, cuestionar su propio sentido, y así, perder la inocencia. Como Adán al probar del árbol del conocimiento, o como Satán, el monstruo experimenta el rechazo, la pérdida del Paraíso, al saber quién es [7]; se vuelve un inadaptado, exiliado de los hombres y temible. Culpa de su fealdad y soledad a su padre; al interrogar su existencia, se asume producto de un capricho.
     El director de la versión fílmica de la novela, James Whale, según Condon (1998), también implica esta madurez perniciosa. El descubrimiento de sí mismo, de su aptitud artística, y el asumir una identidad homosexual, lo confrontan con su padre. Como el monstruo de la ficción, se sabe vacío y solitario, marcado por su unicidad, dada por la identidad sexual y por el talento. La ciencia  es para Víctor, lo que el cine para Whale. Le permite ser creador, cambiar las reglas y alcanzar un sueño –el mito de Hollywood y la fama son aquí, lo que el mito de la Ilustración en Frankenstein–. No obstante, se trata de un ideal pasajero e ingrato que lo sume en el olvido.  
La víctima y el verdugo: Frankenstein y la vida de James Whale como doppelgänger
 
    En literatura, el doppelgänger es el “doble andante”. Son historias donde dos seres, némesis, se persiguen y enfrentan (Rebeca, 2007) [8]. Lo curioso, es que se trata de un fenómeno borgiano. El enfrentamiento no es más que un espejo; hay una bifurcación: los dos enemigos son uno mismo. Así pasa en Frankenstein. Pareciera que Víctor es un verdugo al crear al monstruo desprovisto de belleza y repulsivo, y que la víctima es el “demonio”, condenado a no poseer, ni siquiera, el amor de una compañera. Sin embargo, ¿no se torna Víctor una víctima, cuando el monstruo toma venganza? El asesinato de su familia y la condena de perseguir a la criatura hasta el fin del mundo, suponen un cambio de papeles. Víctor se vuelve el perseguido, y hacia el final de la novela retomará su papel de verdugo, al buscar al monstruo para poner fin a su comportamiento aberrante. Esto sucede también en el filme de Condon (1998) Dioses y monstruos. Whale parece usar el cine y la pintura como catarsis; es la forma de huir de las memorias tortuosas: su padre, la guerra y la pérdida del primer amante. ¿Qué es James Whale, verdugo o víctima? Juega dos papeles: es víctima de la soledad, de la ingratitud de Hollywood, del pasado y del deseo, y por otra parte, fue poderoso, caprichoso, orgiástico y mecenas, en la juventud. El doppelgänger en esta historia toma lugar con Boone, el jardinero de Whale. Éste, pasa de ser el poderoso objeto de deseo (verdugo), a inmolarse (víctima); busca continuamente al retirado director, pero no como un amante, sino como amigo fiel, aprendiz o hijo sustituto. Como Víctor y el monstruo, Whale y Boone se interrelacionan; se corresponden.

Frankenstein en cine y en papel: dos monstruos en pugna

    Si bien se le atribuye a la novela de Shelley todo el potencial filosófico del “aprendiz de Dios”, es el filme de 1931 el responsable del papel que tiene Frankenstein en el imaginario colectivo. La criatura es, en la novela, más orgánica que mecánica: “su piel amarillenta, apenas oculta el entramado de venas y arterias” (Shelley, 1818, ed. 2000: 169) [9], y estéticamente, se vincula con la muerte-viviente, como una especie de zombie: “abría y cerraba sus ojos amarillentos y apagados, y con movimientos compulsivos sacudía el cuerpo” (Shelley, 1818, ed. 2000: 169). No obstante, posee la facultad del habla, del pensamiento elaborado: “hace todo por sí mismo, cuestiona, amenaza y huye; (…). Mary Shelley deja hablar al monstruo. La criatura habla como un verdadero romántico, hasta mejor que Víctor Frankenstein” (Burdiel, 2000:81) [10]. El “demonio” lee, cuestiona su realidad y hasta extorsiona a Víctor en la búsqueda de una amada. En el filme, se le retira la fluidez y la gnosis. El monstruo es más mecánico que dinámico; posee tornillos que lo mantienen vivo y una cabeza plana para depositar en ella el cerebro. Es

(…) un sujeto pasivo, que ronda las calles y gruñe, y no una imitación de hombre [como en la novela], que busca la emancipación. En el cine, (…) se percibe como un gigante, más poderoso por la fuerza física que por el intelecto, torpe, incapaz de dirigir sus fuerzas y decidir. Sobre todo, iletrado y mudo (Burdiel, 2000: 81).

En la película de Whale, el monstruo es más tierno que maquiavélico: “una mezcla de poesía y de horror que halla tonos melodramáticos, más que horrorizantes” (Gómez Rivero, 2006: 138). Hay una resignificación: mientras que para Shelley, el monstruo es un desarraigado que asesina como venganza, planeando cada paso, en el filme, es más parecido a un niño inocente, esclavo de la torpeza. Se explica su ira por un asunto constitutivo –su cerebro perteneció a un asesino [11] –, y no por una decisión consciente, deliberada, de matar. El terror es causado, en la novela, por la profundidad de la premisa: la criatura que traiciona al creador. En el filme, el horror proviene de la puesta en escena: una bestia gigante que se rodea de sombras, de filiación estética expresionista. El monstruo literario remite al romanticismo puro. Es producto de una sociedad que se manifiesta contra las vicisitudes de la Ilustración, que cuestiona la modernidad como último fin de lo humano. El filme, por su parte, es una gala de sets y de efectos especiales: el nacimiento de Hollywood como meca de la imaginación. Aunque, en la “humanización” del monstruo –recuérdese la emotiva secuencia del encuentro con una niña–, hay un intento de recuperar el sentimiento sobre la máquina; hay una crítica a la mecanización del siglo XX y a la desconsideración del mundo alienado (Gómez Rivero, 2006). En ambos casos, hay similitudes: el monstruo como un inadaptado, la búsqueda de hallar y entender el origen, y la ira del no pertenecer.

Frankenstein y la exploración de lo artificial

    En toda su construcción, la novela de Shelley explora el tema de lo orgánico en contra de lo artificial, aunque existe una ironía palpitante: lo natural a veces parece artificiarse, y lo innatural, termina por poseer características de la naturaleza. Víctor, como representación de la naturaleza, de lo humano, comienza a deshumanizarse al adquirir conocimientos científicos. Se olvida de su familia, de su amada Elizabeth y de la provincia de la cual proviene. Como el mito mismo de la Ilustración, promueve lo comprobable y medible, la realidad científica, y se retira del sentimiento o de la solidaridad con su misma especie. Antepone el ideal de “crear” un nuevo ser, al de prestarle atención a sus seres queridos. El monstruo, en cambio, que representa el artificio, lo creado, busca humanizarse: aprende, admira la belleza de aquellos que le rodean, y cuestiona a su creador como también lo hace el ateísmo humano. No obstante, lo artificial y lo natural jamás lograrán equipararse. Si el monstruo resulta grotesco, inadaptado y terrorífico, es porque no es humano, sino una burda imitación de lo humano. No puede ser visto como un ente natural, sino como un experimento: “representa, un ente racional e ilustrado, un elogio de la humanidad, pero dista de ella, es monstruoso y fragmentario” (Burdiel, 2000: 95). La novela implica el debate de la pasión contra la razón; la primera, humana, la segunda, artificio ilustrado. El monstruo es, además, todo arte, pero no entendido como el ars, como la poiesis, creación que emana del espíritu, sino como una tecné, creación intelectual, mecanicista. No sirve como un elogio de la sensibilidad humana, sino como el producto de una ciencia que deshumaniza, que busca la creación como ambición, y no como producto del apetito sensible.

El Frankenstein de James Whale: el cine como un monstruo

     Finalmente, sólo queda la reflexión del poder del celuloide como revolución científica (y de dimensiones políticas), capaz de cambiar los paradigmas pre-existentes, el modo de concebir y contar una historia, y la imaginería social. James Whale logró, a través de su Frankenstein, reconfigurar las preocupaciones de su tiempo. La película no es, solamente, el origen del blockbuster de terror, que se ve reflejado en los sucesivos Drácula expresionistas, sino también la consolidación de la “ciencia-ficción” como género. Hay una preocupación por los grandes tópicos de esta clasificación cinematográfica: el creador que se ve superado por su creación, la máquina (o bien, la nueva carne, el artificio) como amenaza de lo humano, y asimismo, la sociedad alienada, amante de la máquina, que sucumbe ante el ideal de la Ilustración para generar revoluciones industriales, progresivas, pero descorazonadas. La película Frankenstein es el monstruo de Whale. Supone la conformación de un mito que lo rebasa y que se inscribe dentro de la cultura popular como un referente obligado de Occidente: el monstruo que, con dos tornillos en el cuello y manos enormes, amenaza un pueblo entero buscando la aceptación de su padre. Curiosamente, James Whale termina como el propio Doctor Frankenstein: incomprendido, solo, y aborreciendo su creación. En el filme de Condon (1998) Dioses y monstruos, hay una idea recursiva: el arrepentimiento. La tristeza de haber creado un nuevo mito que aleja al hombre de lo humano y lo inscribe en lo divino, volviéndolo un dios imperfecto.

Notas:
[1] Los amigos presentes en Villa Diodati eran: el ya mencionado Byron, Percy B. Shelley, Claire, hermanastra de Mary, John William Polidori, médico de Byron, y Mary. Dice la propia Mary W. Shelley (1831, ed. 2000) sobre su relato:

Yo me urgía a mí misma a pensar una historia –una historia que pudiese rivalizar con las que nos habían llevado a aquella empresa. Una historia que hablase de los misteriosos temores de nuestra naturaleza, y que despertase el más intenso de los terrores –. Una historia que hiciese temer al lector con tan sólo mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerara los latidos del corazón. Si no conseguía todas estas cosas, mi historia de espanto no sería digna de ser llamada de esta manera (350).

[2] La forma en la que Shelley acepta la propuesta de Byron en Villa Diodati, según Asimov (1992), “rebasa el insípido cuento de fantasmas para inscribirse en una historia fantasmagórica que se construye sobre las bases que podía sugerir la <<ciencia moderna>> [de su época]. (…) Plantea, entonces, (…) para algunos críticos, la primera obra de ciencia ficción” (12-13).

[3] Sobre cómo la Ilustración y la modernidad suponen un final de la inocencia, dice Adorno (ed. 2003): “La razón, el dominio y el poder, los ideales de la Ilustración, trajeron el descubrimiento de la angustia. (…) Los principios filosóficos y científicos, (…) alcanzando una validez que se suponía universal, rompieron con una tranquilidad pueril” (36-40).

[4] Asimov (1992) observa la intertextualidad que supone El Moderno Prometeo:

El título es significativo. En los mitos griegos no son los dioses olímpicos quienes crean a los humanos, sino Prometeo (“el Previsor”, una personificación de la inteligencia), un titán perteneciente a una generación de dioses más antiguos. Prometeo no sólo modelaba en barro a los seres humanos, como hace Dios en el libro del Génesis (…), sino  que introdujo en la humanidad el fuego del Sol, inaugurando de ese modo, la tecnología (13).  

[6] Tomo el tema del “aprendiz de Dios” directamente de Asimov (1992) que establece que en un relato de Goethe y en una sonata de Dukás, El aprendiz de brujo, hay un joven brujo que quiere poner a prueba sus poderes, hasta que fracasa y lleva al entorno a la destrucción. Frankenstein, en esta línea, sería un “dios improvisado”, que desea imitar a Dios, sin buenos resultados: “muy bien pudiera ocurrir el que la humanidad estuviera jugando el papel de aprendiz de Dios” (Asimov, 1992: 9).

[6] Dice el Doctor Frankenstein en la novela:

Los científicos actuales (…) saben del firmamento, conocen de cómo circula la sangre, y hasta la naturaleza del aire que respiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados poderes. Pueden dominar al trueno e imitar terremotos, e incluso parodiar el mundo visible e invisible en su propia sombra. (…) El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, suele revertir a la larga, en sólidas ventajas para la humanidad (Shelley, 1818, ed. 2000: 160).

Y más tarde, menciona:

La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo sería el primero en romper, con el fin de desparramar un torrente de luz sobre nuestro desdichado y tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como su creador, muchos seres maravillosos y felices me deberían su existencia (Shelley, 1818, ed. 2000: 164).

[7] El momento en el que el monstruo pierde la inocencia está relacionado con la lectura de tres textos, Las desventuras del joven Werther, de Goethe, Las vidas paralelas, de Plutarco y El Paraíso Perdido, de Milton. Es éste último el que más lo marca, pues de ahí viene su paralelismo con Adán y Satán:

¡Odioso creador! ¡Maldito sea el día en que, como Adán, yo recibí la vida! ¿Por qué crearías a un ser horripilante, del que incluso tú parecerías asqueado? Dios, en su misericordia, creó a su hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero tú, mira: mi aspecto es una triste y abominable imitación del tuyo, que se vuelve más degradante por esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo, profundamente solo y todos me desprecian (Shelley, 1818, ed. 2000: 248).

[8] Doppelgänger viene del alemán “doble” (doppel) “andante” (gänger). Fue usado como término literario en 1796 por primera vez, como título de una novela del francés Jean Paul. También se le llama “bilocación” o “gemelo malvado”.

[9] Y la descripción del monstruo, continúa:

tenía el pelo negro, muy largo y lustroso, y los dientes, blanquísimos, pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, los finos labios negruzcos (Shelley, 1818, ed. 2000: 169).

[10] Burdiel (2000) describe al monstruo, de esta forma:
Mary Shelley creó un monstruo que es un híbrido de formas y de contenidos procedentes de dos tradiciones. La fealdad monstruosa y dañina de los productos de la revolución como tal, y como la veía la tradición conservadora, y el monstruo como un producto de la injusticia, como lo definían los liberales. El resultado de este híbrido es un tercer monstruo, que se diferenciaba de los dos anteriores porque, por primera vez, a pesar de su horripilante aspecto, tiene la capacidad de hablar, pensar y definirse a sí mismo (81).

[11] Sobre este interesante aspecto, dice Asimov (1992): “en la película hay un detalle burdo, inútil; se le coloca al monstruo un cerebro humano, el de un asesino. Este asunto no lo tiene el libro, y el que sea el monstruo el que decida, será fundamental para toda la trama” (13).

Bibliografía:
Adorno, T.W. (1999) Dialéctica de la Ilustración. Akal: Madrid.
Asimov, I. (1992) Frankenstein Insólito. Ediciones Marina: México.
Burdiel, I. (2000) Frankenstein, o la identidad monstruosa, Cátedra: Madrid.
Shelley, M.W. (2000) Frankenstein o El moderno Prometeo. Cátedra: Madrid.
Gómez-Rivero (2000) Drácula versus Frankenstein: dos mitos en el cine. Ediciones Jaguar: México.

No hay comentarios:

Publicar un comentario