Leí Elsinore:
un cuaderno (1987) por primera vez cuando tenía dieciocho. Era el año 2006
y Salvador Elizondo agonizaba, víctima de un cáncer. Gracias a una nota, creo
que intitulada La muerte del matemático
(debo revisar mi archivo, pero apareció en Letras Libres), fue que conocí a
Elizondo, y de paso, a toda la generación de medio siglo (Luisa Josefina Hernández, Amparo Dávila, Juan García
Ponce, Juan Vicente Melo). Fue pocos meses después de leer El Hipogeo Secreto (1968) en la edición de Joaquín Mortiz, y un año
y medio antes de que el Dr. Eduardo Becerra me obsequiara un ejemplar de Farabeuf o la crónica de un instante (1965),
editado por Cátedra, con introducción
crítica y notas de su autoría. Mi primera aproximación a Elizondo no fue grata;
me resultó más parco, aburrido e intrascendente que los autores acelerados y
estridentes que frecuentaba durante la preparatoria. Sin embargo, era distinto
a cualquier mexicano que hubiera leído antes: Elsinore no parecía haber sido escrita, ni inventada, en México. Aludía
a un imaginario estadounidense, desplegado en la década de los cuarenta: salchichas
calientes, banderas enhiestas, roji-azules, marquesinas de shows vaudeville con desnudistas; niños
enfundados en trajes militares. Nada de eso era próximo a, ni propio de, mi idiosincrasia
ni circunstancia. Aun así, Elizondo logró atraparme y sacarme algunas sonrisas.
Recientemente
releí Elsinore: un cuaderno por dos
razones. El rema de Elsinore, según apenas descubrí, viene
de Hamlet, pues Elsinore es el
castillo real de Dinamarca. Leyendo con mis alumnas de Literatura Clásica la
historia del príncipe shakesperiano, me decidí encontrar paralelos entre la
narrativa de Elizondo y la obra de teatro. Eso sería motivo de otro ensayo. Por
otra parte, la relectura fungió como la celebración de que Daniel Orizaga
Doguim haya publicado el colectivo de ensayos Cámara Nocturna, sobre la obra de Salvador Elizondo; volumen cuyo
primer texto, Confesiones de otra
máscara, hable del Elizondo más joven, y no como escritor sino como “personaje”:
el niño de la autobiografía, los cuentos, los diarios y Elsinore.
Sal, el protagonista,
es muy parecido a cualquier niño cuya infancia está escurriéndosele de las
manos. Al llegar a los diez años, el niño deja de ser niño para ser otra cosa:
un pequeño deforme que desea crecer sin haber delineado siquiera, una
identidad. La definición de la hombría lleva a cualquier infante a la estupidez
y a la confusión: el primer pleito, la incursión a la pornografía soft o las travesuras escolares. Las mujeres
se dejan ver como tesoros antes no conocidos; se consolidan las amistades y se
cuestionan los paradigmas. Entre el niño y el adolescente hay un umbral muy
breve que se desconoce; es en ese espasmo, hoy denominado pre-adolescencia, olvidado por la vida y por la literatura, donde
se ubica Elsinore. La llegada a la
escuela militar, el cambio de país y la adaptación a otro terreno, se
encuentran con la definición del yo y
con la que fuera, tal vez, la primera anécdota de niñez digna de contar. Elsinore es la intrascendencia, el día
común que se inmortaliza, cristalizado por la nostalgia del recuerdo. No es
casualidad que el epígrafe de Ernst Jünger elegido por Elizondo diga: “Todos
vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los
tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los
cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia[1]”. Tampoco
es espontáneo el inicio de la novela, donde se remite a un umbral parecido al que separa
niño y adolescente; al espacio que existe entre la vigilia y el sueño, entre la
memoria y el olvido: “Estoy soñando que escribo este relato. Las imágenes se
suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso[2]”.
La
historia de Sal es la de cualquier héroe, salvo por dos diferencias: él no
triunfa (al menos, gloriosamente), y todas sus empresas transcurren en un solo
día. El Odiseo minúsculo que recorre el argumento, al igual que todos los
héroes, desafía las leyes impuestas. No debe fumar ni beber. No debe salir del
campamento Elsinore, Escuela Naval y
de Aviación. No debería juntarse con vagos como Fred, que anhelan la libertad.
Tampoco, enamorarse de Mrs. Simpson, su maestra, ni convivir con El Yuca y
Diosdado, los truculentos conserjes mexicanos. Pero se salta las reglas y tiene
algo qué contar; la anécdota se construye a partir del desafío, de la
subversión ante el conservadurismo. El resultado, para muchos, es algo soso. Carlitos,
el protagonista de Las batallas en el
desierto (1981), de José Emilio Pacheco, se atreve a confesar el amor que
siente por Mariana, la madre de su mejor amigo; Sal, en cambio, queda en el
platonismo y en la indecencia de la fantasía. Sus aventuras no son nada
ponderables. Los personajes de José Agustín tenían mejores anécdotas: el escape
a Acapulco, el manoseo de las chicas, el suicidio epítome[3], el
cigarrillo que develaba la frase “detrás de la roca está el mundo en que yo
vivo”[4]. Ni
qué decir de los personajes de García Saldaña: pandilleros, casanovas,
motociclistas y vándalos[5]. Sal
no escapa de país; ni siquiera de zona. Ya con haber salido de Elsinore Lake siente un aire de poder;
el pobre jamás conoció la historia de León, el niño de Un hilito de sangre (1995), novela de Eusebio Ruvalcaba en la que
el protagonista, de doce años, se introduce en burdeles, presencia un
asesinato, y viaja del Distrito Federal hasta Guadalajara por el amor de su
corta vida. Sal no es el niño arrojado, buscapleitos ni apabullante. No es el
Menelao de Gazapo (1966), de Gustavo Sainz,
que pelea con la madrastra y con el padre, y roba el auto de ambos un fin de
semana. De todas las novelas mexicanas que he leído, en donde el protagonista
es un pre-adolescente o púber precoz (William
Pescador, de Christopher Domínguez Michael, o las novelas de Xavier
Velasco, como Éste que ves), o de los
infantes terribles de las letras universales (el huérfano Pip de Grandes Esperanzas, Oliver Twist, Tom
Sawyer, Julien Sorel de Rojo y Negro, Holden
Caufield de The catcher in the rye,
Óscar Wuao de la homónima novela de Jeunot Díaz, Pánic Órfila, de Kiko Amat), Sal
es el niño más apagado y sobrio. Es ahí donde reside su importancia: es el don
nadie convertido en héroe o el perdedor que, por una noche, puede romper las
reglas. Al día siguiente todo volverá a la normalidad, pero desde el anonimato,
él dará cuentas de su heroísmo.
Sal tiene, en mi
lectura, paralelismo con dos niños retraídos de las letras universales: el
Marcel de Por el camino de Swann, primera
parte de En busca del tiempo perdido, la
saga de Proust, y Stephen Dedalus, protagonista de la novela de Joyce, El retrato del artista adolescente. En Elsinore no hay más afán que el de
rememorar la niñez, sin pretender la reconstrucción interpretativa, la
evaluación de los actos, ni la comparación pasado-presente. El Lazarillo de Tormes medieval o el Periquillo Sarniento de Lizardi,
pretendían la superposición de “ayer y hoy”. Empiezan con discursos como “tengo
por bien que cosas antes no señaladas, y por ventura, nunca oídas ni vistas,
lleguen a todo el mundo[6]”,
o “doy fe y razón de patria, padres y demás ocurrencias de mi infancia[7]”. La
novela de Elizondo no exalta más discurso que la sucesión de los hechos: la
huida nocturna, el primer amor, el rumor de un asesinato y el otoño en los
Estados Unidos. No hay exaltación y el único asomo de nostalgia (y de olvido),
está al inicio y al final de la novela: “no hay evocación del pasado ni de su
grandeza, ni un retorno significativo, sino sólo el afán de referir una
historia que sólo halla sentido mediante la escritura[8]”.
Como su nombre lo indica es sólo un
cuaderno; un ejercicio escritural donde se invita al pasado para que no se
marche. Y esto, hablando con conocimiento de causa, se puede ver al superponer Elsinore con tres textos más de
Elizondo: Autobiografía precoz, que
no he leído, el ensayito Invocación y evocación
de la infancia, y el cuento Ein Heldenleben. Invocación y evocación de la infancia no me deja mentir. Para
Elizondo, la niñez inocente y más temprana está en Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicís, y en la novela Cero en conducta, de Jean Vigo; no
obstante, los dos arquetipos de la niñez que acaba, de la pre-adolescencia, son
Proust y Joyce, dos complementarios y a la vez, opuestos:
¡Qué fácil sería
la vida si en el proferimiento de esos dos nombres, que en cierto modo abarcan
los límites extremos de nuestra literatura, pudiéramos encontrar la clave
mediante la cual descifrar ese lenguaje y ese mundo de misterios, que es la
infancia! (…)¡Proust versus Joyce!”, porque esos nombres, que a primera
vista sugerían posibilidades de exégesis excelentes, de hecho representaban una
antítesis; las que parecía ser líneas paralelas en la historia de la literatura
no significaban sino un match de boxeo, del espíritu.[9]”.
De Proust, Elizondo toma la remembranza,
el estilo circular; ahondar en temas recurrentes. Lo que para Proust eran, la
madalena, el amor edípico y la casa francesa, en Elsinore son, el amigo, la maestra y la escuela (o la noche fuera
de ella). De la novela de Joyce Elizondo lo roba casi todo: el entorno represor
es, para Dedalus, la educación religiosa y jesuita, y para Sal, la milicia.
Ambos personajes incurren en el deseo sexual; uno, con una chica en la playa,
el otro, con Mrs. Simpson. En ambos casos se trata de jóvenes desconocidos e
introvertidos. Pero de Joyce, Elizondo no sólo toma contenido, sino también forma. Es una novelita polifónica,
exigente, bilingüe. Como El retrato del
artista adolescente, no se trata de una diégesis que se rompa en
conversaciones dialógicas ni en descripciones, sino de un “todo junto”; un “de
corrido” donde conviven las voces, los sonidos, las topografías y las
descripciones.
Elsinore y el cuento Ein Heldenleben son dos caras de una misma moneda. En la novela,
Salvador es un niño perdido en los Estados Unidos, oprimido y rebelde, que a
escondidas goza de las mieles del capitalismo: sus vicios, sus mujeres y sus
lugares. En el cuento, Salvador es “el niño educado en la Alemania nazi que,
según cuentan, saludaba de taconazo y de mano en alto, (…) personaje mítico que
surge en múltiples conversaciones[10]”.
Dos niños de formación opuesta, la del norte y la del este, que coinciden en su
mutismo ante la rabia de las circunstancias: el castigo del Coronel o el
asesinato del Yuca, en un caso, y la golpiza del ruso Sergio Kirof, en el otro.
Dice Martínez Losada, sobre el cuento:
El título de “Ein
Heldenleben” es, a la vez, irónico e intertextual. Irónico, si sólo
consideramos su traducción literal, “Una vida de héroe”. ¿Quién es el héroe en
este relato? ¿El Ruso, que soporta de manera estoica (o impotente) los golpes,
la humillación y la probable expulsión? ¿El profesor Krüger, tenaz en su
lealtad al Fuhrer que, junto con Lázaro Cárdenas, lo mira desde su retrato fijo
en la pared del aula? ¿El narrador, que mira impasible como si todo lo
registrara una cámara cinematográfica? Ninguna de las tres opciones convincente
a menos de que renunciemos de tomar el término héroe en su sentido más clásico: la única mención de lo heroico se
mantiene en el epíteto de la Cabalgata de
las valquirias que tocan los altoparlantes al momento de la golpiza[11].
Y
señala, sobre la novela:
En Elsinore la manipulación del recuerdo se
asoma, primero, de manera sutil, justo mediante la insistencia en el olvido. Al
principio, mediante un “se vislumbra, y no sé si recuerdo bien, un tramo del
Golden Gate”, pero más tarde todo es un tiempo intermedio entre olvido y
pasado, entre pasado y presente, donde la ignorancia permite la fusión con los
tiempos del sueño: “No recuerdo su nombre [el de la maestra de mecanografía],
porque a mí todavía no me tocaba typing”[12].
Territorio intermedio entre niñez y
adolescencia, entre el acordarse y el soñar, Elsinore es la cotidianeidad y aparente intrascendencia, que toma
como pretexto la memoria para exponer la anécdota. Es el debate sobre la
función de la escritura, cuando la representación deja de ser posible: “un
sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y
el cuaderno[13]”.
[1] Cit. en
Elizondo, S. (2006) Elsinore: un
cuaderno. SEP-Cámara Nacional de Libreros. México. P. 23.
[2] Op. Cit., P. 25.
[3] Agustín, J.
(1999) La tumba. Editorial De
Bolsillo. México.
[4] Agustín, J. (1997)
De perfil. Ediciones De Bolsillo.
México.
[5] García Saldaña,
P. (1968) El rey criollo y otros cuentos.
FCE. México.
[6] Lazarillo de Tormes (1979) Ed. Cátedra.
Madrid. P. 91.
[7] Lizardi, J.F. (1990)
Periquillo Sarniento. Porrúa. México.
P. 17.
[8] García Galiano,
J. (2006) “Introducción”. En: Elizondo, Op. Cit. P. 19.
[9] Elizondo, S. Invocación y evocación de la infancia. En:
http://www.loscuentos.net/forum/4/11891/
[10] García Galiano,
J. Op. Cit. P. 14.
[11] Martínez Lozada,
P. “Confesiones de otra máscara”. En Cámara
nocturna: Ensayos sobre Salvador Elizondo. Tierra Adentro. México. P. 23.
[12] Op. Cit. P. 30.
[13] Elizondo. Op.
Cit. P. 116.
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