Si
me faltaran varios años de vida podría escribir montones de ensayos. Pienso,
sin embargo, en los ensayos que no escribiré; y es que, a falta de tiempo o de
ganas, y con esa infinita capacidad de la mente para procesar información, no
sorprende que todos los días, en momentos gloriosos y espontáneos, vengan ideas
a la cabeza que, amenazando con convertirse en ensayos perfectos, mueran
religiosamente tan pronto nacen.
El
ensayo que sale del intelecto y se plasma sobre papel no es ni el primo lejano del
proto-ensayo, formado en las
comisuras del invento, fruto de la memoria y de la imaginación. Cuenta Borges
que Samuel Taylor Coleridge, encerrado en su estudio, planeaba escribir su obra
maestra: un poema largo, capaz de sintetizar toda la historia del pueblo mongol[1]. Alguien
llamó a la puerta de Coleridge y los versos que mágicamente fluían en su mente
segundos antes del toc-toc, se
esfumaron. El romántico inglés escribió el poema Kubla Khan, pero no era éste el que tenía en mente; el proyecto a
gran escala había desaparecido. Así funciona con todo lo que nos prometemos
escribir, pero no escribimos. Materializamos una obra y perdemos otra, que vaga
sobre el viento una vez que decimos, “algún día haré un ensayo que trate de
equis o yé”. Y eso no es nada nuevo. En la Edad Media ya había quien sabía
perfectamente que, de fijarse un tema y una estructura para escribir, no
escribiría nada. El Farai un vers de
dreyt nien (“Haré un verso que trate de nada”), un poema de Guillermo de
Aquitania que data aproximadamente del siglo XII, ya trata el tema: “No sé
cuándo estoy dormido / ni cuándo yo velo, / si no me lo dicen[2]”. ¿Habrá
acaso alguien que escriba tanto y sobre tantos temas, que confunda lo que ya
escribió, lo que aún no, lo que pensó, lo que soñó, lo que escuchó y lo que
leyó? Volviendo a Borges, él cita a Paul Valéry, quien hacia 1938 escribió: “la
Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los
accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del
Espíritu como productor o consumidor de la literatura[3]”.
¿Será posible? ¿Acaso se podrá conocer al autor, no por cuanto ha escrito, sino
por aquello que no ha escrito? ¿Conoceremos al escritor por lo que no escribirá
jamás?
Múltiples son los intentos de publicar
obras jamás escritas. Abundan los borradores de novelas, los esquemas de
ensayos, los diarios, cuadernos de escritura y notas dispersas. Los Escritos de
Lacan son apuntes sueltos, inconexos, que de haberse desarrollado hubiesen
legado una obra extensísima. Lo mismo hubiera sucedido si El libro de los
pasajes, de Walter Benjamin, no fuese un conjunto de aforismos al azar, sino un
ensayo largo y sustancioso. Los anormales de Foucault, consta de una
recopilación de anotaciones de cuando el francés dio un seminario sobre la
locura en el College de France; algo así es, también, El discurso amoroso de
Roland Barthes: sus papeles preparativos para un seminario en el Alto Colegio
de Ciencias Sociales. Todo esto, no obstante, no puede ser un viaje a la mente
de los creadores. No es la summa de lo “no escrito”, sino más bien, una aproximación
a lo “posiblemente escrito”. Por ende, el entender, analizar y degustar las
obras maestras que se quedarán en la gaveta cerebral conlleva un deleite
especial: el “hubiera”, el gusto por lo que jamás se hará. Como diría Renato
Leduc: “cargamos del abismo, la pesadumbre ignota/ de todo lo que pudo, / de lo
que pudo ser”.
[1] Borges, J.L., La Flor de Coleridge, consultable en http://es.scribd.com/doc/12668926/LE3Bollini2008Borgesla-Flor-de-Coleridgeramoedo
[2] Traducción de la
Revista Descontexto: http://descontexto.blogspot.mx/2008/08/canto-cuarto-farai-un-vers-de-dreit-nen.html
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